Un mes después del estreno del primer volumen llega la clausura de tan polémico y promocionado film. Lars Von Trier (Rompiendo las olas) cierra su controvertida inmersión en los oscuros parajes del sexo descontrolado. Culmina la turbulenta historia de la protagonista, su trágica manera de concebir el mundo que la rodea y su dramática visión del amor. Recorremos junto a ella los ocho capítulos que componen su existencia, evolución y florecimiento como ninfómana auto diagnosticada. Como ya sucedió en Shame de Steve McQueen, la adicción al sexo es el vehículo para expresar y plasmar la soledad, el repudio y el abandono, con la honda tristeza que lo rodea. La pasión sin freno es una vía de escape, una manera de mostrarnos la incapacidad de sentir y de destaparnos un dolor tan profundo que supera todas las barreras de lo físico. Lo que comienza como un simple entretenimiento irá adentrándonos en un juego envenenado, un truculento camino de espinas desde donde no se divisa salida posible.
Es impensable concebir esta cinta sin su primera ya que ambas son un todo armónico y cerrado. Pero este segundo volumen es más turbio, retorcido y explícito, revelando la tragedia que se esconde tras el deseo vívido e incontrolado y trayéndonos de vuelta al danés oscuro y tortuoso. El comienzo se torna magistral, el catolicismo y la innata sexualidad caminan de la mano; la dualidad entre Iglesia oriental y occidental será la que abra de nuevo la pesimista y erótica narración. Si en la primera parte la joven y desconocida modelo Mia Goth se adueñaba de la pantalla con su sensualidad e inocencia corrompida, ahora es el turno para el que fuera el pequeño Billy Elliot. Jamie Bell adopta el papel de K, un atractivo e insolente joven con una profesión más que controvertida. Arrogante y obstinado es el personaje más misterioso e impenetrable del metraje y persistirá sin descanso con sus singulares métodos, evidenciando la fina y tenue línea que separa el dolor del placer.
Sin embargo el relato irá perdiendo fuerza a medida que se complica la trama, consumando con un sombrío, macabro y rebuscado último capítulo, donde el director pierde por completo la lógica y sensatez de la que había hecho gala. A pesar de ello, no podemos apartar la vista de la pantalla, angustiados y expectantes por ver que nuevas sorpresas nos deparará su inquietante mente. La mirada experimentada y reflexiva que confiere la Joe adulta (Charlotte Gainsbourg (Melancolía)), altera el registro tan cómico y ácido con el que se nos había planteado el relato. A pesar de las advertencias no es sexo explícito y pornográfico el que se nos muestra, sino sexo como manera de plasmar la incomprensión y rechazo, la abnegación de la liberalización de la mujer. La sexualidad sigue siendo un tema tabú, una cadena que nos ata a un mundo corrupto, hipócrita y anticuado que rechaza cualquier desviación social por considerarla moralmente incorrecta.
Cierto es que la temática sexual ha sido enormemente utilizada y es un fácil recurso para visionar el cruel y despiadado mundo que nos rodea, pero el director danés ha sabido aportar su particular visión dando el enfoque personal que le caracteriza. La estética diferente y radical con la que esta abordada la historia hace que concibamos una nueva versión de aquello que es conocido y sabido por todos. Su manera de tratar el despertar sexual de una mujer y su posterior evolución, decadencia y declive durante sus 50 años es prodigiosa. El recorrido por su tragedia personal, marcada por el dolor y la impotencia ante su propia naturaleza nos recuerda la importancia de aceptarnos siempre a uno mismo, no cediendo a las reglas y convenciones no escritas. El reconocimiento de lo que verdaderamente somos hace que podamos superar nuestros miedos y temores más intrínsecos.
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