Los cineastas europeos siempre han tomado buena nota del cine norteamericano. Cuando se escribe un epitafio en Hollywood al género o movimiento de turno, allí están éstos para sacarle punta y saciar el apetito cinéfilo. De forma sincrética adoptan técnicas que enriquecidas por una mayor libertad creativa renuevan esa forma de hacer cine. Algo así sucedió con el eurowestern (odio ese otro término culinario), que a rebufo del maestro Sergio Leone (La muerte tenía un precio) arrasó en medio mundo, como ocurrió con el polar francés o los giallos y poliziescos italianos. Es más, nunca consiguieron en Hollywood recuperar ni emular cualquiera de estas revisitaciones, ya sea por distanciamiento cultural o porque las modas que les mueven a ellos son las inquietudes que motivan a los europeos. Y es que la cosa no ha cambiado, cuando ese cine negro de última generación que encabezara Michael Mann (Blackhat – Amenaza en la red) escasea entre tanto taquillazo y aquí gozamos con títulos como el que nos ocupa, Suburra.
Una película ambiciosa que dirige con buen criterio Stefano Sollima (ACAB – All Cops Are Bastards), hijo del mítico cineasta Sergio Sollima (El halcón y la presa), adaptando con abundancia de medios una igualmente ambiciosa novela homónima escrita por Giancarlo De Cataldo y Carlo Bonini. Se trata de una historia coral que profundiza en los entresijos de la corrupción, tanto social como política, previos a la debacle del primer ministro Silvio Berlusconi. A través de siete capítulos y multitud de personajes, narra el desencadenamiento de infortunios que inicia en una noche lluviosa un triste suceso. Para ello se sirve de un impresionante plantel de actores que aportan más matices si cabe a la historia, a través de personajes que nos muestran su lado más miserable, enfrentados en caliente a la decisión de sus vidas. Pierfranceso Favino (Guerra mundial Z), Elio Germano (El fin es mi principio), Claudio Amendola (La escolta), todos están estupendos, pero sobre todo llama poderosamente la atención la interpretación de Alessandro Borghi (Roma criminale) como Número Ocho. El joven actor romano nos destripa un personaje frío pero extremo y consigue que el espectador entienda la variedad de estados emocionales que afronta su personaje. Tanto es así que el director ha admitido su predilección por la historia que protagoniza éste junto a Greta Scarano (El último Papa Rey), su pareja en la ficción, llegando a dedicarle una secuencia bastante onírica que marca la diferencia con el resto de la película.
La fascinación que despierta en los italianos su historia criminal, afectados aún por ella en el presente, no termina de dar sus frutos. Suburra viene a complementar lo expuesto en éxitos cinematográficos y televisivos como Gomorra o Roma criminal. Por eso no nos debería extrañar que su director haya trabajado en ambas o que los propietarios de los derechos de la novela estén preparando su adaptación televisiva en formato miniserie. Ahora bien, estos trabajos previos difícilmente alcanzaron la excelencia visual de la que puede presumir este nuevo título. Apoyado en el bellísimo trabajo de su habitual director de fotografía Paolo Carnera (Bienvenidos al sur), tanto que por su relevancia parece un personaje más en esta historia, Sollima mueve la cámara con una soltura abrumadora. Demuestra una visión muy certera y consigue desde ángulos imposibles que sintamos la tensión reinante, siempre fiel a una atmósfera que mantiene intacta entre notas suspendidas el compositor Pasquale Catalano (El mundo según Barney) en otra gran aportación.
Únicamente se echa en falta cierto rigor narrativo en el último cuarto de película, sabiendo que se habría evitado con la debida cautela. Extraña que en un guión firmado por cuatro escritores, dos de ellos responsables de la novela, no se cierren adecuadamente algunos flecos, máxime cuando hablamos de esa catarsis a la que nos conduce la violencia en este tipo de cine. Vale que estamos ante un relato extenso y complejo, pero sorprende cuando entendemos que no naufraga en menesteres más sencillos. Aunque afortunadamente consigue confundirnos hasta el final en su trasfondo moral y religioso, jugando al gato y al ratón a lo largo de siete círculos concéntricos que parecen llevar al mismísimo Apocalipsis. Y no, no nos hemos vuelto locos. Así lo advierten unos rótulos que nos sitúan en el calendario y finalmente derivan en una lectura de lo más cínica, que debiera hacer pensar a muchos votantes italianos. Es una pena que en España no despierten el mismo interés estos asuntos.
Lo mejor: Su poderío visual.
Lo peor: La ausencia de rigor en ciertos momentos.
Puntuación: 7/10