El irlandés: El Scorsese más crepuscular

Un anillo como regalo envenenado. Las miradas sinceras y dolorosas de una hija. El desvanecido recuerdo de tiempos mejores. Estas tres imágenes sintetizan gran parte de la mastodóntica película de Martin Scorsese. El regreso del director de Toro salvaje al cine capitaneado por clanes mafiosos se revela como un homenaje a toda su filmografía y a tres de sus actores predilectos. El irlandés es una obra culmen en su carrera, una cinta surgida en la plenitud creativa del autor, en consonancia entre el pasado y el presente. Un ejercicio de (auto)revisionismo (y quién sabe si despedida, al menos, del mundo del hampa) que emerge como una película capital (y vital) en su trayectoria. Es estimulante comprobar cómo este año tres de los directores más importantes de las últimas décadas han sentido esta necesidad a la hora de encarar sus nuevos trabajos: Pedro Almodóvar en  Dolor y gloria y Quentin Tarantino en Érase una vez en… Hollywood. Mirarse a uno mismo para encarar el futuro.

Joe Pesci y Robert de Niro en El irlandés

Joe Pesci y Robert de Niro en El irlandés

Precisamente, el protagonista Frank Sheeran pone en práctica este método en su senectud, recluido en un asilo, y relatando directamente a cámara su gloriosa vida, aunque también poniendo especial énfasis en sus errores, sus pérdidas y buscando una posible redención desde la culpabilidad y la soledad. Sus vivencias en El irlandés son la base para trazar un recorrido histórico por los E.E.U.U. de la segunda mitad del siglo XX y como el crimen organizado ha estado cavilando los hilos de la política (excelente toda la trama de los Kennedy), el mundo laboral (las políticas en los sindicatos) y en ámbitos más personales: la familia y la amistad. Las décadas de bonanza las vivió junto a sus dos grandes amigos, el capo Russell Bufalino y el sindicalista Jimmy Hoffa, un triunvirato que lo consagró en un estatus social sin parangón, pero que puso a prueba su lealtad hacia ellos y lo condujo, en los momentos más críticos, hacia una (auto)condena moral arrastrada por la congoja y remordimientos de sus actos precederos.

Scorsese desarrolla este crepuscular relato de la mafia desde una sobriedad inusual en su filmografía, alejada del virtuosismo formal y la vigorosa narrativa de Uno de los nuestros o Casino, y más emparentada con su reciente Silencio. De hecho, El irlandés tiene más vasos comunicantes con la trilogía de El padrino, en esa radiografía de la familia (aquí establecida entre tres amigos inseparables), o con Érase una vez en América, una historia sobre el amor fraternal a través del tiempo. No obstante, el filme de Scorsese es una obra tan mayúscula en muchos aspectos que estas reminiscencias se revelan más como una imagen cinéfila en el retrovisor que como un faro en el que guiarse. Lo más sorprendente de El irlandés es encontrarse con una historia poderosa y alejada de la imagen de la obra scorsesiana, un intenso relato sobre la amistad, el quién somos y qué mundo forjamos, los ideales, la doble moral y, en última instancia, la extinción: ejecutadas o no, propias o ajenas (de seres queridos); el inexorable paso del tiempo y el desasosiego provocado por la pérdida.

Todo este amalgama de temas no son simples pinceladas, al contrario, en este réquiem de otros tiempos (y otro cine), todas sus vertientes están orgánicamente desarrolladas en el magistral guion de Steven Zaillian. Por ejemplo, la relación de Frank con su hija Peggy está narrada con inteligentes miradas, sin apenas diálogo, quizás porque a ella no le salen las palabras desde el día que vio a su padre romper la mano a un vendedor con el pretexto de defenderla. El irlandés va navegando por distintas aguas, siempre con el rumbo fijado, fraguado en encuentros y conversaciones que condensan la grandeza de una obra inabarcable en un primer visionado. Otro de los aspectos más relevantes es el papel de Russell Bufalino, una especie de Pepito Grillo para Frank, una consciencia que surge como icono y modelo a seguir y concluye como el atisbo definitivo de la moralidad. Un cuento más íntimo y personal, alejado de convertirse en la enésima crónica de los entresijos de la mafia.

Al Pacino y Robert de Niro en El irlandés

Al Pacino y Robert de Niro en El irlandés

En sus tres horas y media, la película transmite una atmósfera muy melancólica, de fin de los tiempos, de exploración de los altibajos de la vida y purga de los pecados. La cinta culmina en unos tres cuartos de hora absolutamente arrolladores; pocas películas de Scorsese poseen una carga emotiva tan latente y sobrecogedora. Los sentimientos son mucho más hondos por el juego meta establecido con el trío protagonista: Robert De Niro, Al Pacino y Joe Pesci. El director rinde un homenaje a todos ellos al servirles en bandeja unos personajes tan humanos y proféticos, fraguados en la amistad, que evocan sus relaciones fuera de la pantalla. Es un placer cinéfilo poder disfrutar de estas tres leyendas compartir pantalla (¡y con qué grandes escenas de conversaciones!) y además se lucen con soberbias interpretaciones. Quizás, el mejor sea Pesci en un registro poco habitual en su carrera y robaescenas en todo el metraje. Un segundo Oscar no es nada descabellado.

Ahora bien, ningún premio hará justicia a la magnitud de la película, por mucho que Martin Scorsese mereciese ostentar dos estatuillas doradas. El irlandés es un estudio de personajes, de la amistad y la moral a través de los cambios sociales y políticos ligados al crimen organizado de Estados Unidos durante medio siglo. Una película de madurez surgida de la necesidad de regresar a un mundo (el cine de mafias) desde una doble óptica sincrónica entre lo moderno (Scorsese nunca ha dejado de serlo) y lo clásico (el revisionismo de la propia obra previa). La historia de Frank Sheeran podría suponer el testamento fílmico de Scorsese, al menos sí del de buena parte del cine norteamericano de las últimas décadas. El ocaso de la vida del protagonista es el despertar del cineasta para rendir tributo al arte de hacer cine. ¿Obra maestra? Sin lugar a dudas.

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